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jueves, 28 marzo, 2024
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Las calles de mi pueblo

Por Juan Muñoz Gil

Son las calles de mi pueblo nada singulares, tan sólo lugares de transito a cualquier parte con escasa personalidad y estilo. A veces se intenta que la nomenclatura pueda significar o motivar alguna peculiaridad de alguna de ellas, que sin excepción no pasan de la importancia del santo o la popularidad, en la mayoría de los casos olvidada, de cientos de nombres más o menos eminentes que fueron en un tiempo pasado y nunca mejor. Esas calles rectilíneas, anchurosas, interminables, rutinarias, por las que las gentes van y vienen, pero en las que no se sabe estar porque no dan pie a ello, son calles tan sólo para pasar, muchas veces a no se sabe dónde, y es ese el limitado atractivo de ellas. Hasta es imposible perderse porque su linealidad ofrece siempre un seguro punto de reencuentro. Caminando por ellas, se puede echar toda una jornada zigzagueando de una a otra, aunque lo mas curioso es que siempre repites ver a los mismos transeúntes con quienes te cruzas una y otra vez, hasta llegar a avergonzar esos repetidos encuentros, obligando a bajar la cabeza ante el oponente andarín al considerarse tanto uno como otro, intrusos que se interponen mutuamente danzando sin justificación en un laberinto sin fin. Es una censura mutua que impide hacer más vida callejeando por ellas. Estas calles, son especiales para desfiles, cabalgatas y comitivas, aunque sin ser frecuentes porque las fiestas son de largo en largo, así permanecen vacías ni se sabe, a excepción de un dislocado tráfico rodado que aun obliga más a evitar transitarlas, sobretodo a los niños, cuando de tal manera embellece su presencia las aceras. Y están los árboles, algunos según dicen, son de procedencia japonesa y otros de las Américas, ocurriendo que su polen y hojas generan unas alergias extrañas entre algunos vecinos causándoles verdaderas molestias, y viéndose obligados a no transitar bajo ellos en ciertas épocas. El silencio de las calles también es consecuente, roto por la estridencia de los motores que no escatiman recrudecer el ruido, alardeando del poder de las potencias con lo que aventurados pudientes se vanaglorian. Aun así, por muy paradójico que resulte, y es mi parecer, por estas calles merece la pena caminar, y no recurro al argumento de la suciedad por ser una circunstancia insondable, irresoluble y ya aceptada como un elemento singular propio de una realidad endémica desde un pasado remoto. También hay que reconocer, por ser ello una circunstancia a tener en cuenta, que mis convecinos no son muy dados a estar pateando las calles de nuestro pueblo. De no ser por la obsesión a mantener la línea, según los cánones actuales de rigurosa imagen estilizada , el callejear sería totalmente nulo, y mira por dónde ha aparecido otra peculiaridad, motivada en este caso por la repetitiva crisis económica que asola tantos negocios en todos los frentes, como ha sido esa ocurrencia de cafeterías y bares de sacar terrazas a la vía pública acomodando el reducto vallado en un espacio de solaz, charla, lugar para mirar y a la vez dejarse ver, en una gratificante exhibición donde personas que por nada del mundo abandonaría la placidez del sillón, con semejante iniciativa, lo hacen para soslayarse al amparo de una sombrilla en ese entramado artificial de reducto privativo y personalizado. Y aunque no falta quien sugiere que esta resolución va a ser una burbuja más, como la tan careada últimamente de la construcción, hay que tener en cuenta que el mundo ha entrado en una dinámica totalmente diferente a la que hasta ahora rodaba, con una parsimonia sin tropezones y escasos contratiempos. Hoy, la competitividad y el bienestar nos van a obligar a permanecer vigilantes y dispuestos a cambios continuos como así ocurre en países desarrollados y prósperos desde hace ya bastante tiempo. Estoy convencido que desde ahora en adelante una tras otra burbuja de índole que ni siquiera somos capaces de imaginar serán el sostén de nuestra comodidad y convivencia. Sin duda habrá que echarle imaginación al asunto, y esta primicia va por ese camino. Decía Hemingway que las terrazas de Paris eran como la prolongación de los hogares franceses, ya estuviesen en un humilde barrio o refinado bulevar, y así están consiguiendo ser las numerosas terrazas por las calles de Yecla, como pinceladas de un vivo color sobre un lienzo trasnochado y ya demasiado raído.

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