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viernes, 15 noviembre, 2024
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«21 días en Perú», de Julia Díaz, en Bulebar Café

La exposición de la fotógrafa se inauguró el pasado 14 de noviembre donde retrata su intenso viaje por Lima, Cuzco, el lago Titicaca, Machu Pichu y la vida de sus gentes. Por Martín Azorín Cantó

El tiempo se detiene en la placa fotográfica de Julia, congelado en una atmósfera onírica. Es un tiempo que sueña en la altiplanicie peruana historias olvidadas y relatos de leyendas.
Julia Díaz ha captado en cada una de sus fotos -testimoniales- la lindeza de un momento fugaz, el costumbrismo de un pueblo viejo y sabio. Sus obras, que embellecen los lienzos de muro del Bulebar Café, requieren una visita larga y minuciosa para impregnar la retina de luz y color; para disfrutar del detallismo arquitectónico, de la figura humana, del paisaje sugerente, de la luminosidad de los cielos radiantes, traslúcidos, manchados a veces de nubecillas de algodón, o de nubes níveas o plomizas ribeteadas de presagios.
Hasta el título de la muestra -"21 días en Perú"- abre una ventana a la imaginación, atractiva y lejana, allende los mares. Y en el espacio cálido del Bulebar Café sentimos, en animada tertulia, los efluvios centenarios de un imperio extinguido, la emoción de una melancolía insondable.
En el arraigo rural, y en los tipos y costumbres, se palma el alma quejumbrosa del campesinado. Una mujeruca, anónima, camina de espaldas por un camino vetusto, incaico, empedrado de grandes losas: sus manos, hilan; su mirada, se hinca en el suelo, y su pensamiento se eleva, tal vez, hasta el vuelo majestuoso del cóndor.
El paisaje, urbano y rural, se adentra en Lima, en Cuzco, en Trujillo, en el lago Titicaca, en la majestuosidad de Machu Picchu…, siempre con un rico cromatismo, con un halo de añoranza y de romanticismo, con una serenidad inefable.
Sus obras tienen el origen de un viaje a Perú, en febrero de 2011, en el que recogió el día a día de las gentes, el ambiente rural, la riqueza de la vestimenta, el trabajo artesanal, elementos típicos de la arquitectura -en Trujillo, la rejería de ventanas y balcones-, la estampa bucólica de las alpacas pastando junto a las charcas… También, en fotografías en blanco y negro -la mayoría de ellas son en color- el tipismo de una calle de Cuzco, donde alternan las casas a teja vana con las palaciegas, y que nos recuerda a una calle de una población española de mitad de la centuria pasada.
En la recreación de la figura humana no se olvida de los niños, que sólo disponen de su inventiva para construir un juguete.
Y en todo momento, el contraste de colores, la luminosidad, un exquisito movimiento en las figuras, la dulzura de la nostalgia y, de cuando en cuando, el misticismo del paisaje y de la mujer solitaria.
La exposición se inauguró el 14 de noviembre, con gran asistencia de público.

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