¿Quién dijo aquello de que no estoy de acuerdo contigo en absoluto pero defenderé hasta la muerte tu derecho a pensar como te dé la real gana?
Antonio M. Quintanilla Puche
Vivimos en una época marcada por la polarización, una circunstancia que a los políticos les viene de perlas porque teniéndonos enfrentados nunca nos pondremos de acuerdo en nada ni haremos piña para revertir este hartazgo generalizado de la política. Especialmente las redes sociales y el afán enfermizo de la mayoría de medios digitales, que no todos, por sumar ‘likes’ y audiencia a cualquier precio han convertido en campos de batalla cada debate donde las ideas chocan con violencia, y donde el insulto y la vejación ha reemplazado al más mínimo argumento. A estas alturas ya deberíamos haber aprendido a dialogar y debatir sin enfrentamientos ni descalificaciones personales. Dialogar significa escuchar, intentar comprender el punto de vista del otro, incluso cuando nos resulta incómodo o contrario a nuestras convicciones. El auténtico debate (y pido disculpas porque advierto de antemano que estas palabras van a sonar a perorata), implica respeto, curiosidad por entender y saber lo que piensan los demás, reconociendo previamente que nadie poseemos la verdad absoluta. Contrastar ideas, apuntalar argumentos y descubrir otras formas de ver las cosas a través de los ojos de los otros, separando siempre las ideas de las personas. Criticar una postura no implica atacar a quien la sostiene. El insulto, el menosprecio y hasta el linchamiento que leemos en las redes sociales cierran las puertas a todo entendimiento.
Tendríamos que aprender a hablar por las buenas de cualquier tema, por delicado o polémico que sea, sin recurrir a la agresión verbal. Ya sea política, religión, racismo, inmigración, sexo, historia, guerras… ¡o lo que sea! Esos temas de la actualidad política con los que nos tiramos los tratos constantemente a la cabeza, cuando la política tendría que servir solo para unirnos en los temas que a todos nos afectan por igual. (Con qué razón dicen que cuando la política se mete por medio lo ‘enfarrustra’ todo, como decimos en Yecla). Todos tenemos prejuicios, complejos, obsesiones, creencias arraigadas, desapegos, experiencias, cabezonerías, que influyen en nuestra forma de ver el mundo. Pero no se trata de renunciar a nuestras ideas ni de morir por ellas, sino de confrontarlas con otras sin temor a que nos agarren del cuello. La tolerancia no habla bien solo de quienes participan en los debates, sino que también nos fortalece como sociedad a través del ejemplo que transmitimos a quienes nos escuchan, especialmente a nuestros hijos. Porque el día de mañana nuestros hijos discutirán conforme nosotros les hayamos enseñado. Conversar con gente que de antemano sabemos que nunca pensarán como nosotros es el deporte más sano y gratificante porque si todos pensáramos igual la vida sería un completo aburrimiento, demostrando civismo y dos dedos de frente como se suele decir. Por cierto, ahora que hablo de las cosas que decimos, ¿Quién dijo aquello de que no estoy de acuerdo contigo en absoluto pero si hiciera falta defendería hasta la muerte tu derecho a pensar como te dé la real gana? (Y repito: perdonen el sermón).