Antonio Mtnez-Quintanilla Puche
Para los que deciden marcharse durante unos días lejos de nuestra ciudad a disfrutar estas pequeñas pero intensas y siempre merecidas vacaciones, la Semana Santa puede suponer un reencuentro en cuerpo y alma con amigos, familiares o, incluso, con ellos mismos, aprovechando un descanso sin horarios, ni agobios, ni prisas, ni obligaciones.
Para los que optan por seguir de cerca los actos organizados con motivo de la conmemoración de La Pasión, estos días con sus tardes, noches y madrugadas, serán también un reencuentro con momentos y sensaciones que siempre acompañarán la memoria de nuestros cinco sentidos, porque la Semana Santa es, sobre todo, la gran celebración, la gran puesta en escena, de los cinco sentidos con los que abrimos las puertas del alma.
Vemos de nuevo desfilar por las calles silenciosas las luces que alumbran los pasos, las pequeñas bombillas de los cetros, el resplandor sigiloso de cirios y velas, en el que parecen parpadear los ojos y la vida de las imágenes talladas con minucioso realismo. Los ojos se nos llenan de tonos morados, rojos, verdes, blancos, negros… Colores, vestimentas y contrastes, sombríos o resplandecientes, que identifican cada momento de cada procesión.
Y se huelen las flores, se huele el sol que calienta la cara, el frío que enrojece las orejas y agarrota las manos, de igual forma que olemos las palmas, las ramas de olivo, el incienso en los templos… Nuestro olfato se reencuentra estos días con el intenso olor a cera ardiendo, cayendo como lágrimas sobre el asfalto que luego, impregnado, chirriará bajo las ruedas de los coches a la mañana siguiente. Y en las casas y en los hornos y en las pastelerías, se huele a empanadas, a tomate, a patatas, a huevos y a pimientos que inundan nuestro paladar y que desahogan los tragos de vino.
Porque la Semana Santa también tiene sabor. Sabor al pescado y verduras, legumbres y hortalizas, patatas, huevos, bacalao y garbanzos, que sustituyen a la carne y al fiambre durante los días tradicionalmente señalados. Sabor a mantecados, a viandas dulces o saladas, y a los caramelos envueltos con anuncios publicitarios que engordan las túnicas de los capuchinos, y endulzan la boca de los niños que extienden sus manos, blancas y transparentes manos, que se desesperan aguardando a que algún nazareno los mire de reojo y se congracie con ellos.
Esas manos que también querrán un año más tocarlo todo. Porque en Semana Santa las manos se convierten en la antesala de los otros sentidos, como esas manos protagonistas atravesadas por los clavos y el sufrimiento, que desfilan ante los ojos incrédulos o apasionados.
Porque las manos, antes de ver, oir, oler o saborear nada, se adelantarán encendiendo cetros y cirios, antorchas y candelabros, agarrando las palmas y las ramas de olivo, sujetando con fuerza los tambores y las cornetas, cazando al vuelo caramelos, sintiendo el tacto de las túnicas de terciopelo o de raso, ayudando a los hombros a descansar del peso de los tronos, sintiendo el helor de las procesiones nocturnas, el sudor de los rayos de sol, llevando a la boca el vino y las empanadas… Estrechando otras manos, arrugadas por la distancia y la nostalgia, que durante estos días regresarán desde muy lejos y nos harán también sentir en cada poro abierto de la piel todos y cada uno los cinco sentidos.
Hay imágenes, sabores, aromas, sonidos, percepciones, que durante estos días nos unirán y nos inundarán a todos, con independencia de nuestras creencias y convicciones religiosas, como ocurre en todas las celebraciones de arraigado carácter popular. Por eso todos, ajenos o inmersos en la fe, de espalda a los templos o mirando de frente a los altares, viviremos, juntos, cientos de sensaciones que a cada instante desfilarán, en cuerpo y alma, en la gran procesión de los cinco sentidos que todos llevamos por dentro entre nuestro cuerpo y nuestro espíritu.